Recomiendo muchísimo una compilación de relatos llamada “Relatos de Fogata”. Es una compilación recién publicada por la CONANP, editada por los biólogos Ignacio March Mifsut y Marco A. Lazcano Barrero. A través de diversos relatos pequeños y entretenidos, se puede uno acercar a la Naturaleza a través de la mirada de los más diversos amantes a la Naturaleza. Aquí te comparto mi aportación a esta publicación. El libro consta de 89 relatos divididos en cinco partes: 1. Encuentros cercanos con seres de la naturaleza, 2. Recuerdos de campo, 3. En situaciones críticas, 4. Vivencias con habitantes locales y 5. Sucesos sobrenaturales. Para leer más relatos puedes acceder directamente a la publicación gratuita haciendo click aquí. Mientras tanto, te comparto aquí mi propio relato:
“Descalza y mojada”
Quiso mi suerte que desde muy temprano, mi vida se encajara en el paraíso mexicano llamado “Bahía San Carlos”, hermoso recodo en el Mar de Cortés donde por fortuna mis padres tuvieron que enclavar nuestra estancia familiar. Yo siempre digo que allí nací porque fue precisamente allí donde desperté a la vida y a la naturaleza. Tendría por entonces seis años, y crecí al estilo salvaje a orillas del mar. No podría haberme pasado nada mejor, especialmente porque apenas iniciaba mi vida. Tengo una hermana gemela que por desgracia no siguió sus pasos junto a los míos. Ella era recatada, asustadiza y responsable de sus actos, y nunca quiso seguirme en mis “investigaciones”, de modo que me lancé por mi cuenta, teniendo que esconderme de ella pues también era chismosa.
Afortunadamente tuve una madre muy comprensiva, que me dio toda la libertad que yo necesitaba para averiguar por aquí y por allá sin que se muriera de miedo. Cuando tuvo que sacarme del mar, aquella vez que decidí traer el desayuno a casa y me hice de una cubeta y un palo de caña bien afilado, y me lancé un poco mar adentro, donde sabía que se encontraban esos pequeños monstruos, pues ya me habían mordido el dedo gordo del pie derecho. Fue la primera vez que la vi nerviosa y angustiada por mi osadía, y muy sorprendida cuando puse sobre la mesa de la terraza aquella cubeta repleta de jaibas y cangrejos que, por supuesto, ya ni se movían porque yo los había atravesado con mi improvisada pero mortal arma. Después del regaño, las dos nos pusimos a limpiarlas para cocerlas y comerlas alegremente, bañadas en jugo de limón. Yo creo que esa vez supo mi madre de mi autosuficiencia, y tal vez respiró aliviada al darse cuenta también de que no tendría que seguirme los rastros todo el día, como a mis hermanas. Y tenía razón: yo olfateé que ellas me necesitaban, pero mis planes eran otros: ¡necesitaba libertad! Que ellas se las arreglaran como pudieran y quisieran, haciendo dibujitos, brincando la reata o lo que fuera. Yo estaba dentro de otro contexto. Y así, mis hermanitas que tanto se cuidaban tuvieron muchos más accidentes que yo a la deriva.
Una mañana me subí a los riscos bastante alejados de casa, desde donde podía ver la playa en que se encontraban alineadas todas las casas, grandes y chicas, y entre ellas la mía. La mayoría eran de gringos que disfrutaban de nuestro hermoso entorno mexicano. Oteando hacia lo lejos me di cuenta de que se podía bajar por el otro lado de aquellos riscos. Tras ellos, el hermoso e imponente “Tetakawi” (Montaña llamada literalmente “Tetas de Cabra”, por su silueta) se alzaba como vigilante de sus hermosos paraísos. Iba yo descalza, con mis chanclas playeras metidas en mi cubeta en una mano, y mi larga lanza de caña en la otra, la cual no abandonaba nunca porque era mi apoyo y a veces mi arma. De las piedras de esos riscos, salían animales extraños que no sé por qué no se asustaban con mi presencia, como yo tampoco de la de ellos. No los mataba, porque tampoco tenía yo corazón malvado y comprendía que esa era su casa que yo respetaba. Del otro lado, bajando con cuidado, había una pequeña playita adonde no azotaban las olas, sino que llegaban con cariño, sólo acariciando la arena. Decidí que ese sería mi lugar. Una vez que me encontré abajo, tomé posesión de la pequeña cuevita como mi lugar secreto. Tan secreto y confiable que decidí guardar allí mis implementos de exploración.
Me senté sobre unas piedras planas y mi vista huyó hacia el infinito, donde una raya marcaba, como una hendidura, los límites entre mar y cielo. Por ahí se metía el sol en cierta época del año. San Carlos tiene una pequeña cordillera que se ilumina con todos los rojos posibles a esta hora. Pero para ver esa maravilla, tenía que darle la vuelta al Tetakawi por casi la mitad de sus faldas. O veía yo la puesta del sol, o veía yo la iluminación sobre los cerros. Era cuestión de escoger. Al fin y al cabo todo eso era mío. Los olores marinos penetraron por mi nariz hasta abotagar mis sentidos. Eran oleadas de frescura, de humedad, de calor vivificante. Cerré los ojos y me llené de vida. Aprendí cómo, al igual que un bebé acompasa su corazón al de su madre, una niña puede acompasar su respiración con el oleaje marino. ¡Eso era hermoso! De aquí en adelante lo haría todas las noches.
Cuando abrí los ojos, un gran lote de algas marinas había subido con el oleaje hasta mi playita, quedando allí expuesto a mi inspección. Bajé rápidamente el escaso tramo que me separaba de ellas. Tomé mi vara y comencé a picotear, y grande fue mi susto cuando una bola transparente saltó cayendo casi sobre mi pié. No me arredré. La ensarté sin piedad en mi varilla y la alejé de mí, dejándola palpitante en la arena, pero a todas luces muerta. Mi instinto me dijo que era algo muy malo. Regresé a mis algas y recobré mi alegría al encontrar dentro de ese revoltijo pequeños pececitos que se habían enredado, y también caracoles muy hermosos. Liberé con cuidado a los peces y los devolví al mar donde, estaba segura, darían brincos de alegría por haberse salvado de la muerte. Los caracoles no corrieron con la misma suerte, pues aparte de estar cubiertos con hermosas conchas retorcidas, traían dentro “bocattos di cardinali”. Decidí llevárselos a mi mamá para contentarla esa noche. Eran lo suficientemente grandes como para completar una cena familiar. Observé con amor la puesta del sol, y me dispuse a regresar a casa.
Esa tarde había yo encontrado mi maravillosa cueva, había respirado al compás del mar, y llevaba en mi cubeta un tesoro para la cena. Había descubierto caminitos, subidas, bajadas, y también recibí una lección para no ser tan crédula y en adelante, cuidarme de lo que podría hacerme daño. Vivir en la naturaleza no es romántico como algunos piensan: la tranquilidad, la hermosura de las vistas, la pureza del estado salvaje de la vida, se ven inmersas en una lucha por la sobrevivencia. Yo niña en la naturaleza era un ser más que se defendía del entorno, pero también era parte intrínseca de él. Por las noches, después que mi mamá nos dejaba en nuestro cuarto “durmiendo”, yo me volvía a poner mi traje de baño (del que creo no me desprendí en años) y bajaba hasta la terraza que tenía una pequeña escalerita hacia la playa.
Me sentaba yo allí, dándome cuenta de qué manera la oscuridad del mar puede ser misteriosa, pero también es el gran manto conocido que te cubre como tu casa. Caminaba un pequeño trecho sin alejarme demasiado, y tuve mis experiencias fuertes: una noche me encontré con un delfín muerto. Otra, que recuerdo con horror, bajó volando un pelícano haciendo mucho escándalo con sus alerones, y se paró a un metro mío abriendo el pico como si quisiera comerme… confieso que tuve que correr de vuelta a casa.
Y hay otra peripecia que no puedo olvidar, y ya verán porqué: Me metí al mar una tarde sólo para nadar, y las olas estaban enojadas. Me arrastraron hasta los riscos y me golpeé contra ellos. El resultado fue que los erizos me esperaban y salí de allí con codos y rodillas cubiertos de púas, que ni mi mamá podía quitarme sin que yo gritara como loca de dolor. Pasé una semana expulsando púas y maldiciendo el haberme descuidado. Otra lección. Mi papá nos regaló bicicletas, y fue entonces cuando yo pude irme a explorar realmente lejos. Armada con todos mis pertrechos me fui a una playa lejana que se llama “Algodones”. Un poco más allá, descubrí un páramo arenoso, lleno de dunas y decenas de sahuaros enormes que tenían agujeros en sus anchos brazos que servían de nido a las aves. Aquello fue tan increíble que tuve que contarle a mis papás e insistirles que nos llevaran a toda la familia para que vieran aquel impactante espectáculo. Pero por supuesto, mis padres quisieron saber cómo había llegado hasta allá para descubrir aquello. Tuve que confesar “parte” de mis actividades y por supuesto, vino algo que no esperaba: un fuerte castigo, pero no sirvió de nada.
Hace poco tuve oportunidad de ir a San Carlos, y mi corazón se llenó de recuerdos. Aunque sigue siendo un paraíso, San Carlos no ha sido la excepción de la expansión urbana. Sigue siendo un pequeño pueblo, pero el Estero del Soldado y muchas playas que eran vírgenes están rodeados de construcciones. San Carlos ya no es el mismo, mas tengo que admitir que yo tampoco. A pesar de que los veranos podíamos llegar a 50 grados centígrados, no recuerdo jamás haber tenido calor cuando era niña. ¡Ahora sería imposible obviar que en esa época es un infierno! Mi gran aventura fue vivir la niñez descalza y mojada. Subida en los árboles para esconderme del resto de los niños. Sufrí picadura de mantaraya, quemadura de aguamala, pellizco de jaiba, ensartamiento de erizo. Más que encontrarme con la naturaleza, crecí en ella, y me desencontré con el mundo cuando salí de ella. Aunque tal vez no todo sea tan malo. San Carlos sigue estando allí y estoy segura de que cada vez que regrese, los recuerdos volverán a mí haciéndome nuevamente feliz tan solo por saber que fui una niña descalza y mojada, en busca de todo lo que encontré, que no compartí con nadie, porque nadie tenía como yo la ansiedad de meterse en la naturaleza a riesgo de lo que fuera, y que eso que encontré me marcó para siempre en mi vida adulta que ha seguido igual, en busca de los inimaginables tesoros que nos brinda la tierra, amándola y respetándola.